Matías Rivas Aylwin se quedó con el primer lugar gracias a su cuento "El señor de la biblioteca"
Con una emocionante ceremonia que se llevó a cabo en el Café Literario del Parque Bustamante, el Sistema de Bibliotecas Públicas premió a Matías Rivas Aylwin, ganador del II Concurso Literario con su cuento "El señor de la biblioteca".
Bajo el seudónimo "Cástor", Rivas fue seleccionado de forma unánime por un destacado jurado, compuesto por los escritores Ana María del Río, Roberto Rivera y Gonzalo Contreras, quienes evaluaron un total de 188 cuentos que se recepcionaron durante esta convocatoria.
La intriga y el misterio, fueron sin duda elementos clave para que su historia se quedara con el primer lugar, además de cumplir con el principal requisito de rescatar la escencia de estos espacios de lectura, en el contexto del 60° aniversario de las Bibliotecas de Providencia.
El ganador no solo logró el reconocimiento, sino que además recibió un premio de un millón de pesos.
Por Cástor
No recuerdo cuándo me percaté de su presencia. Un día lo vi sentado al frente mío con la mirada ausente e indiferente a la copia del diario Ilustrado que había pedido en el mesón de atención. Era miércoles por la mañana y, en la sección de periódicos de la Biblioteca Nacional, se sentía el usual ajetreo.
Tal vez ese día me percaté de él, pero no. Porque antes, mucho antes, debo haber notado algo que fue creciendo en mí hasta transformarse en una imagen, hasta cobrar existencia y reclamar atención. De modo que no sé cuándo lo vi por primera vez, pero sí puedo decir que el señor de la biblioteca, como después lo llamaría, me pareció siempre peculiar.
No uso esa palabra a la ligera. En la Biblioteca Nacional deambulan personajes nítidos: estudiantes que vienen a realizar tareas, investigadores hambrientos de datos para libros, hombres pobres, pero bien vestidos, que llegan temprano a leer las copias de los diarios de ayer. Hay tres tipos de personas que suelen venir a este amplio saló subterráneo con olor a polvo. No más.
Es un espacio de gente definida.
El señor de la biblioteca siempre estaba ahí: antes de que yo llegara y después de que me fuera. Se sentaba siempre en el mismo asiento y se levantaba solo para pedir otro diario. Su nombre aparecía en la pantalla de solicitudes, pero nunca le presté atención.
¿Por qué?
Nunca.
Sí me interesaban las fechas y diarios que elegía. Fortín Mapocho, 10 de enero de 1991. El Mercurio, 15 de octubre de 1959. La Cuarta, 15 de febrero de 2013. El Siglo, 14 de septiembre de 1972. En ese orden.
Nunca pedía el mismo diario dos veces. El resto, y yo, sí. Si un estudiante pedía varias veces el diario El Clarín desde 1970 en adelante, era obvio lo que buscaba. A mí, por ejemplo, me avergonzaba que mis solicitudes me delataran, que el funcionario de turno supiera exactamente qué parte del pasado me interesaba conocer. A veces, solo para sentirme libre, cambiaba bruscamente mi período de búsqueda y hasta percibía una mueca de sorpresa en el funcionario cuando, al entregarme mi copia, no era capaz de detectar mis intenciones.
Pero el señor de la biblioteca no tenía necesidad de fingir. Saltaba de siglo en siglo, de diario en diario, sin lógica aparente. ¿Elegía al azar? Nunca lo vi mirar detenidamente una copia.
Sus ojos pasaban distraídamente por encima de las hojas, como si lo que realmente le interesara fuera pasar una página tras otra hasta llegar al final del periódico. Y entonces pedía otro. Y luego otro. Y otro.
Jamás se sentaba sin un diario en sus manos.
No era tan viejo. Tal vez tenía cincuenta años. Se vestía de traje y sombrero. Era el único al que los funcionarios no obligaban a usar guantes para manipular los diarios. Tal vez porque apenas los tocaba. O por compasión.
Una vez estuve a punto de hablarle. Pensé en decirle: ¿y si alguien más necesita ese diario y por culpa suya no puede pedirlo? Reconozco que jamás le habría hablado de esa forma, pero me gustaba imaginar que lo hacía.
El señor de la biblioteca no salía a almorzar fuera. Cuando daban la una de la tarde y la biblioteca cerraba por una hora, él se quedaba en la entrada del salón, al lado del guardia de turno, sentado en una diminuta silla a un costado de la puerta. A las dos de la tarde volvía a su puesto y lo abandonaba solo cuando el último funcionario se disponía a retirarse.
Me pregunto adónde iba cuando cerraban las puertas a las seis de la tarde.
Seguí viéndolo por meses. La misma rutina. El mismo desorden de diarios sin conexión. La misma mirada desposeída, frágil, distante. Las Últimas Noticias, 29 de diciembre de 2008. Diario Austral, 24 de agosto de 1989. La Estrella de Valparaíso, 31 de enero de 1930. El Mercurio, 2 de febrero de 1998. La arbitrariedad ofrecía misterio. Pero no. No para alguien que apenas hojeaba las páginas. No para el señor de la biblioteca.
Hace una semana tomé la decisión: lo voy a saludar y le preguntaré qué lo trae aquí todos los días. Pero no podía imaginar su respuesta. Me parecía, de hecho, que no había respuesta posible, que su actitud sería para siempre un enigma.
Ese día me sentía liviano, como un pedazo de papel flotando en el aire. El salón estaba lleno y en su lugar de siempre, el señor de la biblioteca dormitaba con los dedos de sus manos entrecruzados. Se veía cansado. Abatido. Me levanté, me metí las manos al bolsillo, miré vagamente a mis costados y, creyéndome observado, me dirigí hacia él.
Y él, envuelto en cierta ternura, levantó su mirada y, por un instante, juré que iba a dirigirme la palabra, pero volvió a hojear su diario.
Yo volví a mi asiento y lo miré con descaro: quería que supiera que su presencia me inquietaba. Él se levantó, fue al mesón y volvió con tres copias que lo mantendrían ocupado hasta el final del día.
Había una arrogancia en su modo de ser que no logro explicar.
Una soledad que no es de este mundo.