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Lee el cuento ganador del III concurso literario "Providencia en Letras"

La joven estudiante María Jesús Hernández, de 24 años, se llevó el primer premio con una audaz e ingeniosa historia, que conquistó al jurado entre más de 400 concursantes.

Anotación Negativa (-)

Por María Jesús Hernández.

Alumna se niega a usar las medias rojas y verdes que forman parte del uniforme institucional, alegando que “son iguales al Calcetín con Rombos Man”.

Alumna no hace uso de sus libros de texto PSU, ya que pretende venderlos en San Diego. Se descartó enviarla a la biblioteca debido al incidente de la semana pasada, optándose por mandarla a inspectoría, donde quedó bajo vigilancia de todas formas.

En lugar de realizar la prueba de álgebra, la alumna escribe un ensayo de seis páginas explorando la relación entre el 0 y el 1, el yin y el yang, Hitler y Madonna y el tarot y el ajedrez. Cuando el docente (PhD en Matemáticas Aplicadas) la califica con la nota mínima, la alumna lo insta a calcular el volumen de su “guata cervecera”. Siguiendo las directrices de convivencia escolar, se le asigna caminar por el patio hasta que logre manejar sus emociones.

Interrumpe la clase al insistir en que la Historia es una construcción narrativa. Solicita abandonar el aula argumentando que tiene emociones que controlar. Docente accede, pero luego es vista participando en labores de jardinería en el Patio de la Virgen, provocando distracción entre sus compañeros.

Conducta reiterada: alumna exige información extracurricular sobre los procesos de purificación y cristalización con el fin de sintetizar sustancias ilícitas. Se le pide que haga los ejercicios de la materia, pero pasa el resto de la clase leyendo la biografía de Steve Jobs.

Alumna escribe vulgaridades, insultos y amenazas en un trabajo que tenía por objetivo exponer una opinión crítica sobre la obra de Isabel Allende. Como medida, se le ordenó leer en voz alta su escrito, lo cual realizó con gran entusiasmo, generando bromas y comentarios inoportunos entre sus pares. El grupo curso fue sancionado con la suspensión del recreo...

La orientadora (que en su tiempo libre se dedica a arrojarse por las escaleras del colegio para cobrar seguros médicos) cierra el libro de clases y me mira.

—Pura ficción —digo—. Y eso último, eso sí que no fue así. Mi trabajo tenía el estilo de Bukowski, la cadencia de Céline y la esencia de Kerouac. No es mi culpa que ella no se haya dado cuenta, porque estaba muy logrado. Hice lo que pedía en la rúbrica, pero mejor.

—De acuerdo con el reglamento interno, va a tener que presentar una disculpa formal.

—Bueno, si me muestra en qué parte del reglamento dice que es mi culpa que los demás se hayan reído porque alguien dijo callen a la insufrible mientras yo leía mi trabajo.

Percibo en su expresión facial una cierta afinidad con esta última postura.

—Ya que le gusta escribir, tome —dice mientras me pasa papel y lápiz—. Como primer paso, necesitamos una disculpa sincera.

Miro la hoja en blanco. Puedo escribir una disculpa o algo sincero, no ambas cosas. En realidad, tengo ganas de redactar una defensa de cien páginas a favor de mi persona, pero como solo llevo tres meses aquí y estoy intentando hacer las cosas bien, decido homenajear las líneas de mis profesores. Queda así: “Alumna habita un cuerpo largo y duro como un día sin pan. Lleva el corte de pelo de los guillotinados: hasta la nuca. Tiene la piel surcada por cráteres de acné y una nariz poderosa enganchada al rostro. No creemos que haya pactado con el Maligno, ya que es un desastre y él hace las cosas bien. En cualquier caso, será marcada con un hierro en la frente, para que todos vean su vergüenza”.

—Esto no me sirve.

Apelando a su ansia de riquezas, le explico que cuando me gane un Pulitzer o un Cervantes o un Nobel esa hoja podría hacerla millonaria.

—Perfecto. Entonces voy a tener que citar a su apoderado.

Pierdo el control de los acontecimientos. Si hay una persona que no conoce —ni tiene interés en conocer— las obras fundamentales del canon literario occidental y, aun así, cuenta con mi respeto y temor (sobre todo, temor), es mi madre.

—Aquí ya nos conocemos, hay confianza. Seamos razonables.

Volteo la página y me preparo para renunciar a toda verdad que alguna vez sostuve, traicionando cada partícula de lo que fui, soy y seré, en cuerpo y alma, por los siglos de los siglos. A medida que la tinta abandona el lápiz, siento, de verdad, que una suerte de veneno se inyecta en mi sangre. La palma de mi mano suda, late y hierve, debilitando mi caligrafía. Neutralizo el impulso de amputarme el brazo antes de que la toxina llegue a mis órganos vitales. Contemplo la opción de marcar unas letras más que otras para crear el mensaje AUXILIO, pero estoy de un humor tan siniestro que de pronto noto amarga la saliva de mi lengua. Se me ocurre que a lo mejor vomité un poco en mi boca sin darme cuenta, lo que me da tanto asco que termino vomitando de verdad.

A la orientadora no le pagan lo suficiente como para lidiar conmigo más de media hora a la semana, así que me cita para el próximo lunes y me manda a la sala de clases murmurando

«Nobel...», «Cannes» y «Oscar».

Diana es presidenta de curso, canuta del zodiaco y Venus de Botticelli a tiempo completo. Somos compañeras de puesto (lo que equivale a un matrimonio forzado). Ella domina el espacio entre nosotras con su olor a champú de manzanilla. Se pinta los labios tono Velvet Teddy con ayuda de un espejito. Cuando dice «tono Velvet Teddy» veo un gran oso de terciopelo rojo devorándole los labios y chorreando crema de torta en su blusa. Según sus preferencias alimenticias, en lugar de crema tendría que ser una combinación de aceite vegetal y alguna fórmula cancerígena. Lástima.

Mientras me acomodo en el asiento y perfecciono esta imagen mental, un dedo esquelético se hunde entre mis omóplatos.

—Cacha, ezta monja era poetiza y ze llama igual que tú.

Mi compañero de atrás, Charly Galleta (en documentos legales Carlos Gallegos), sostiene frente a mi nariz un libro añejo. Si lo soplara, se transformaría en un cerro de polvo. No me molesto en inspeccionarlo. Ya me rehabilité de esa negra inclinación suya por perder el tiempo leyendo tomos escritos por otras personas, en especial si son reliquias históricas de escaso valor literario. Es más, hace unas semanas, cuando me prohibieron el ingreso a la biblioteca del colegio, tuve una revelación divina: mi obra personal supera con creces el interés de cualquier otra. Es audaz, subversiva, lúcida, clásica, vanguardista y profética. Es la Gran Historia de mi generación. Solo me falta escribirla.

Aun así, Charly, con su manía por las monjas (un fetiche mal disfrazado de interés académico), me recuerda que debo ir a regar mis plantas. Me asomo por la ventana que da al Patio de la Virgen, pero claro, desde este ángulo no se ve lo que me interesa.

—Poeta, no poetisa. ¿Exalumna?

—No, de antez, hermana del convento.

—¿Averiguaste si las hijas podían encerrar a sus mamás?

—Zolo tu marido te podía acuzar de hiztérica o adúltera pa traerte pa acá.

—¿Y sale dónde estaba el cementerio de guaguas?

—Te dije que en ninguna parte dize nada de un...

—Es que tiene que haber, era el 1900. Las guaguas de las adúlteras se morían. ¿Qué iban a hacer las monjas? Igual, lo de la excavación arqueológica ya no me interesa tanto. Tengo otros proyectos más... fértiles.

Diana y Galleta son mis amigos (sospecho que por mera proximidad física). Los demás compañeros solo existen para mí vagamente, de forma teórica. Futuros ingenieros, médicos y abogados: seres diurnos e inconclusos. El sentimiento de rechazo es mutuo. Le pregunto a Diana si soy insufrible. Se encoge de hombros y dice «eres géminis con luna en conjunción con marte»

—lo que difícilmente constituye una respuesta satisfactoria—. Le pregunto si el resto ha llegado al consenso general de que soy insufrible.

—Las últimas votaciones sobre el tema no arrojaron resultados claros, así que planeo retomar el debate en el próximo consejo de curso.

Pero no responde eso, como me hubiera gustado, sino:

—Dicen que eres creída solamente. Y lesbiana, fijo.

La perdono en silencio por no ser muy ocurrente y vuelvo a mirar por la ventana. La estatua de la Virgen, que no es más que una piedra mohosa y desgastada, custodia el jardín y vigila este exconvento. Observarla me da unas cosquillas casi imperceptibles en el paladar, sobre las pestañas y bajo las uñas. De súbito, la vibración se transforma en un crujido y mis labios se abren y mis pulmones se llenan al ver la escultura contonearse, desabrochar su túnica y revelar unos perfectos y cristalinos pechos. Cuando le grito a Galleta y golpeo el vidrio por poco destrozándome la mano, ella vuelve a ser un monolito impertérrito.

Deduzco que combatir tanto surrealismo es mucho trabajo para una sola persona y me acomodo en el pupitre para tomar la siesta. Mientras mi consciencia se va diluyendo, más o menos comprendo que, si supiera rezar, lo haría.

A la salida del colegio me dedico a llevar a cabo mi actividad favorita desde que llegué a esta ciudad: hacer hora. Lo digo y lo acaricio con cada chasquido de la lengua. Hacer hora. Hacer mis horas, caminarlas, regalarlas, comprarlas, venderlas. En este pasatiempo se juega la vida y a veces se pierde.

Cuando llegué a Providencia, mi mamá me explicó —sabiendo que mi sentido de la orientación está atrofiado, por no decir que es derechamente supralógico y antinatural— que siempre que las veredas estuvieran pavimentadas con unas baldosas de cuadrados chiquititos color gris y burdeo, estaría, por regla general, a salvo y cerca de casa.

Con esto en mente, de noche recorro cada bar, disco y lugar infecto que encuentro. Me cruzo con musiqueros, intelectuosos y bohemiantes. Les gano en la competencia de las ropas más fétidas. Acaricio gatos legañosos aficionados al jazz. Entro en galerías laberínticas mal iluminadas. Me pruebo abrigos de piel y mando a hacer timbres con mi firma. Finjo interés en vinilos que valen más que su peso en oro y regateo, por deporte, el precio de una máquina de escribir destartalada. Estoy, en suma, donde hay que estar: el vórtex de la civilización.

El Roxy es mi local favorito. Mi único deseo es que los comensales habituales me consideren un habitual. Me instalo en la barra y pido un vaso de absenta. Roxy —la que en mi mente es Roxy— pone frente a mí, sin mirarme, un denigrante mojito de frambuesa sin alcohol.

Saco la torre de libros robados durante el día con el permiso de Bolaño y me pongo a hojearlos, o a rayar servilletas con aforismos de oblicua inspiración autobiográfica, como «cuanto más uno se cultiva, más infeliz se vuelve». Dar la impresión de alma atormentada es complejo cuando ponen dark ambient psicodélico o folktrónica neotropical, pero imposible cuando empiezan a sonar cumbias villeras.

Me marcho a mi casa (o al menos creo ir en esa dirección). El fulgor neón y aire venenoso de esta ciudad prohíben ver las constelaciones. Leer el cielo, lo único que me enseñó mi papá, resulta inútil aquí: «Mira, hay estrellas parecidas al Sol. Tienen planetas a su alrededor, como el Sol. Se llaman exoplanetas. Son difíciles de encontrar, pero si ubicamos uno que se parezca lo suficiente a la Tierra, nos podríamos mudar allá». Me hostiga el recuerdo de ese viejo Melquíades instalado con su telescopio arriba del negocio que me dejaba atendiendo a mí. No nos mudamos a ninguna parte: cayó enfermo y me mandó con mi mamá.

Descubrir un exoplaneta equivale a lograr ver una polilla revoloteando en torno a un farol en Santiago, pero desde Antofagasta, donde vivíamos. Pienso en esa polilla a menudo. Ahora que estoy acá, la busco. Quiero atraparla, sacudirla un poco, y liberarla, para que sepa que la descubrí.

Llegando al metro choco con un vagabundo. Tras un examen minucioso, noto que se trata de un joven apolillado, fermentado y cicatrizado: chaleco mohoso, aliento ácido y contornos rígidos. Está vendiendo unos libritos impresos en hojas A4 de colores pastel. Reviso un ejemplar y los versos me parecen crípticos. Además, es medio indecoroso escribir poesía y aún no haberse muerto. Él está de acuerdo, y eso que es el autor, pero aclara que no es un poemario. Me muestra que, si lo agarro bien, estalla una magia.

La hoja se despliega y da vueltas en sí misma. Una ráfaga de aceleración me arrastra la sangre hacia la parte posterior del cerebro y activa un interruptor. Letras e imágenes se combinan y superponen en un puro golpe de vértigo cinético. Traducido, queda:

FANZINE. fAnzZzinE. f4nCINE. fanne. Fanz!ne. Fzfzfz. FZFZFZFZF. FZ!

Lo compro con intenciones de hacer uno superior. Uno que sea arte-cocaína-sexo-dios, terriblemente abstracto y esotérico. La tarea exige una escritura más calurosa que luminosa, carente de cierre y completitud, conforme a las cualidades exactas de las cosas. Toda la literatura que venga después será derivativa, postrera, recreacional. Es una misión que posee connotaciones de extremo peligro personal. Me voy sospechando de cada transeúnte.

La confección del fanzine me aleja de los problemas (ya no me entretengo opinando en clase). Charly lee la obra del autor callejero y la encuentra divertida, así que se la quito y le explico que va muy en serio. Le muestro la mía: es un agujero negro a punto de tragarse el universo.

—¿Pero tú creez en ezto?

—No sé todavía. Depende de lo que opine la crítica literaria.

Poco convencido, Galleta menciona que su tío trabaja en una imprenta y no le costaría nada imprimir mi «coso» ahí. Redacto un contrato estipulando cuestiones relativas a mis derechos de autor y le cedo el 10% de los beneficios del primer tiraje.

La clienta inicial es Diana, que lo lee un rato, pero al final comenta «¿y si pololean mejor?» y lo usa para que su mesa deje de cojear. Charly hace que varios de sus amigos lo compren, eso sí, a mitad de precio. Alguien nos ofrece un pan con queso como forma de pago.

Tras un estudio de mercado, aparecemos en la sala de profesores anunciando una performance. Recito la obra mientras Charly ejecuta una danza de gestos solemnes que lo hacen a uno imaginarse polillas muriéndose a su alrededor. Luego del silencio, estallan un par de aplausos. Vendemos tres copias. Ilustro la durabilidad del papel y repito «fomento lector» y «arte chileno» muchas veces. Cinco copias.

Paso los recreos vendiendo fanzines en el patio. La mayoría terminan en la basura —o en el reciclaje, con suerte—. Galleta proyecta por el data adaptaciones cinematográficas de mis novelas favoritas, pero no logra subirme el ánimo. Decido que el problema no es lo que escribí, sino yo. Debo cultivar un aura de misterio, a lo poeta maldito, y dejar que mi ausencia sea más poderosa que mi presencia.

Como todos saben, el baño de mujeres huele a jazmín, canela o menta, dependiendo de cuántas están menstruando ese día. Por eso no resulta problemático almorzar en pose de gárgola sobre el water de un cubículo. Me aburro, eso sí. Tal vez lloro un poco, pero de eso no hay pruebas. La velada se vuelve más amena gracias al canto de las niñas del coro, que están ensayando un Ave María en una sala contigua. En eso experimento el mismo impulso que se apoderó del primer chamán que rayó la pared de su cueva.

Saco un plumón e improviso sobre el fondo blanco un verso, para mi gusto, mediocre.

Al otro día vuelvo a entrar —ahora usando un clip en la nariz— en mi guarida. Apenas deslizo el pestillo noto algo raro en la atmósfera, como si el tabique fuera traslúcido.

Entonces lo leo.

Dedico la clase siguiente a estudiar de forma obsesiva los cuadernos de mis compañeras. La profesora me pone una inédita anotación positiva. En el fondo, yo quería que la letra de mi admiradora anónima coincidiera con la de Diana, pero esto era imposible, porque ella escribe en rígidos bloques de arquitectura estalinista, mientras que la otra, la que tiene un gusto magnífico, es brillante y está viva, usa florituras prominentes y bien redondas.

Galleta se muestra escéptico ante mi descubrimiento, entonces me veo en la obligación de arrastrarlo hasta el cubículo sagrado entre susurros y forcejeos. Terminamos riéndonos en voz baja y luego contemplando en silencio esas gloriosas manchas de tinta negra.

—No zé qué verzículo ez.

—¿Como de la Biblia?

—...

—O sea que según tú no se refiere a mí.

—No erez la única María.

—Ya pero, la bendecida, la llena de gracia...

Alguien golpea la puerta y suelta un «¡SALGAN DE INMEDIATO!». Cuando abrimos, el inspector evalúa la gravedad del crimen y parece concluir que, considerando quiénes somos, la situación constituye más bien una buena noticia y nos da unos empujoncitos en la espalda para que nos apuremos en salir.

De ahí nuestra sorpresa cuando, a la semana siguiente, nos hacen ir a la oficina de la directora, una dama de olor y aspecto cadavérico. Esto me tiene respirando poco y mirando la pared, lo que no es gran consuelo, ya que unas réplicas de Miró ahí colgadas hostilizan mi campo visual. Charly, sentado junto a mí, se desmenuza las cutículas.

—Arte decorativo. Supongo que le parecerá divertido —comento.

—No. Lo encuentro decorativo —responde ella.

Resulta que los padres de un niño de primero básico reclamaron porque, según ellos, le dimos a su hijo un panfleto «perturbador y pornográfico» y le quitamos la plata de la colación.

—Ese niño era un letrado y un visionario —digo.

Charly empieza a darse aires de mártir, asegurando que «la culpa ez de loz doz» y que estamos dispuestos a «azeptar laz conzecuenziaz», que «mil dizculpaz», directora.

—El escrito es mío, él nada que ver —digo—. Y yo sé que tengo derecho a la libertad de expresión. Y a participar del comercio, igual que usted, así que... Bueno. Quizás... Tome, de regalo, para que se haga una idea personal de mi obra.

—¿De usted? —chilla en tono sobreagudo y nota ascendente—. ¿Que no aporta? ¿En clase?

¿Ni muestra interés? ¿Por integrarse al curso? ¿Usa pantalón? ¿En lugar de falda? ¿Contesta cuando le hablan? ¿Se cree especial? ¿Sabe que la puerta es ancha? ¿Si es tan inteligente? ¿Lo sabe? ¿Sabe o no sabe?

Los trocitos del fanzine roto revolotean a nuestro alrededor y caen como insectos muertos. Me giro e inspecciono la puerta. Es amplia, resulta evidente. No comprendo que necesite mi opinión para ratificar su lista de veracidades. Concluyo que debe tener el entendimiento mutilado y decido ejercitar mi músculo compasivo.

Le pregunto, sin malicia ni ironía, si no será que me tiene envidia. Ese parece ser el problema de fondo. Natural: soy una joven de gran porvenir, mientras que ella es vieja y el éxito relativo que alcanzó en su vida profesional es modesto, de acuerdo a una serie de parámetros cualitativos y cuantitativos que enumero con calma hasta que noto a Galleta en una crisis cromática (su tez se torna tan roja que sus pecas se tiñen de púrpura), hídrica (las lágrimas se le mezclan con los mocos) y acústica (sus quejidos se transforman en un ruido gutural continuo). Esto me distrae, lo que de todas formas carece de importancia, porque la directora nos echa de su oficina sin mayor castigo que una contundente anotación negativa a cada uno.

Mientras Charly se desploma entre los casilleros y se cubre el rostro con las manos, le aseguro que, si bien no he leído a Kafka, este colegio es kafkiano. Me siento junto a él. Nunca aprendí a consolar a la gente.

—¿Pongamos un chicle en el microondas a ver qué pasa? No hay reacción. Sus ojos rojos están fijos en el suelo.

—Escondamos el Velvet Teddy y veamos si a la Diana le da abstinencia. Pequeño amago de sonrisa.

—Si no te pueden hacer nada. A lo más te llevan donde la orientadora. Casi siempre está con licencia. Una vez me enseñó a respirar. Ejercicios de relajación, dice. Y le pagan.

—Eztamoz en la profezión equivocada.

—No sé, Charles Tercero. ¿Apañas a regar las plantas?

—Bueno, Mariberta Zegunda.

—Magnífico, Carlillo Pepinillo.

—Marie Curie.

—La tóxica. Karl... Marx.

—Mary Bloody.

—Bloody Mary. Carlos Ibáñez del Campo.

—Masha y el Ozo.

—¿Masha cuenta?

—Ruzo.

—Carlomagno.

—...

—Perdiste. Y eso que todo el mundo se llama como yo. Necesito un nombre artístico. Una vez en el Patio de la Virgen, lo llevo al escondite.

—Mira: sándalo, romero, tomillo —digo mientras tomo hojas al azar, las estrujo entre mis dedos y las acerco a su nariz—. Estas no son mías, eso sí.

Atrás del naranjo y la maleza, en una esquina de treinta por treinta centímetros, hay una bolsa de supermercado suspendida por cuatro palitos de helado. Abajo descansa una malla con basura orgánica. Aún más abajo, en una tierra debidamente procesada y nutrida, hay tres bombas de semillas, que, aunque suene kitsch, llamo «la santa trinidad». Saco mi botella de agua con hoyos en la tapa y se la paso a Charly.

—¿Qué ze zupone que hay aquí? —dice cuando rocía gotitas en el terreno.

—Todavía nada. Van a tener que crecer a pura fe. Las condiciones no son ideales.

—Pero qué zon.

Señalo la estatua de la Virgen. Como no parece entender, señalo mi cara. Esto lo confunde aún más.

—Justo. Escucha lo que está practicando el coro.

—¿Cuál coro?

No es mi socio más despierto.

—El Ave María. Es María.

Su cuerpo genera una reacción opuesta a la de antes: palidece y se queda mudo.

—Tranqui, no la pienso fumar. Es para vender. Nadie vive de lo que escribe.

Cuando esto sale a la luz, me echan del colegio, por supuesto, pero antes, aprovecho mi notoriedad para promocionar el fanzine como «escrito prohibido».

El éxito es rotundo, absoluto, t o t a l.


Publicado: 30/09/2024